Durante el invierno, gran parte del interior de Noruega se convierte en una extensión infinita de nieve de la que sobresalen picos helados perfilados por las aguas azul plomo de los fiordos. Estos se mantienen libres de hielo gracias a la Corriente del Golfo, que lleva las aguas del Caribe hasta la costa de Escandinavia. En 1893, el capitán Richard With puso en marcha esta línea marítima, que al inicio transportaba correo y que aún hoy atraviesa regularmente el Círculo Polar, transportando personas y bienes de primera necesidad durante las gélidas noches sin sol. Aunque los navíos son cómodos, el Hurtigruten poco tiene que ver con el típico crucero con animación nocturna. Aquí la diversión la ponen el paisaje y la magia de las auroras boreales: si aparecen, el capitán toca la sirena y los pasajeros se precipitan a cubierta bien abrigados para disfrutar del espectáculo. El Hurtigruten tarda 7 días en ir de Bergen a Kirkenes (2700 km), junto a la frontera rusa, deteniéndose en 34 puertos y en el mítico Cabo Norte.
Protegida por el monte Fløyen, al que se accede con un pequeño tren cremallera desde el puerto, Bergen es perfecta para iniciar o terminar este crucero. En la Edad Media fue un puntal de la Liga Hanseática, el monopolio comercial del Atlántico Norte. Su prosperidad se plasma en el barrio de Bryggen, con un delicioso conjunto de casas de madera que fueron almacenes y hoy alojan tiendas y restaurantes. Aunque es Patrimonio de la Humanidad, no puedo entretenerme demasiado aquí, ni en el mercado de Torget con sus mil variedades de arenques marinados. El embarque empieza en breve y acostumbra a ser rápido.
Tras navegar toda la noche, el barco dobla el Cabo Oeste y madrugo para ver desde el puente cómo entra en el Hjørundfjord, uno de los fiordos más largos del país, con 35 km de profundidad. Paredes de roca caen a plomo sobre el mar y cobijan granjas que parecen precipitarse al agua. Al tocar tierra, visito la población de Øye y el Hotel Union (1891), que fue destino de veraneo habitual del káiser Guillermo II de Alemania. El edificio belle époque tiene habitaciones dedicadas a huéspedes ilustres como el creador de Sherlock Holmes, sir Arthur Conan Doyle, o Karen Blixen, autora de la novela Memorias de África.
Øye se encuentra cerca de Alesund, localidad donde abunda el art noveau. La ciudad fue arrasada por el fuego en 1904 y reconstruida siguiendo la tendencia artística de la época. Lo explica la exposición que hay en el interior de la antigua farmacia Svane, hoy el centro de visitantes, situada junto al puerto donde hemos atracado. Durante décadas fue la única botica que había entre Molde y Bergen, que distan 500 km en línea recta, un recorrido casi imposible en invierno por la nieve y la orografía. Por mar, y con una nave como el Hurtigruten, se tarda casi 20 horas, que se pasan mejor admirando las vistas y con la ayuda de un buen libro. Molde, con un apacible ambiente provinciano, es conocida como «la ciudad de las rosas».
Anochece muy pronto y partimos de Molde con las últimas luces hacia Kristiansund, adonde llegamos a la hora de la cena. Gracias a la prosperidad aportada por la pesca, tiene edificios significativos como la Ópera, denominada Donna Bacalao.
Al día siguiente, durante el desayuno, veo a través de los grandes ventanales que atracamos en Trondheim, capital de Noruega en la Edad Media y, hoy, la tercera ciudad del país tras Oslo y Bergen. La atraviesa el río Nidelva, que en verano refleja los colores de los tinglados reciclados del barrio portuario de Bakklandet, y en invierno invita a patinar sobre hielo.
Tengo seis horas para explorar el casco antiguo y cruzar el puente escarlata de Gamle Bybro, una estructura móvil que permite el paso de barcos de gran calado. En el otro lado se alza la catedral de Nidaros, final del «Camino de Santiago nórdico», donde se venera a san Olaf, el rey vikingo que impulsó el cristianismo en Escandinavia. Restaurada en 1987, cobija esculturas de santos con el rostro de figuras actuales como Bob Dylan.
El frío intenso de Trondheim anuncia la proximidad del Círculo Ártico, que cruzamos al día siguiente. A partir de aquí las posibilidades de ver las Luces del Norte se multiplican y, con suerte, resplandecerán sobre el glaciar de Svartisen, el segundo más grande del país.
Una costa más inhóspita es el preludio de las islas Lofoten, donde picos de 1200 m se recortan sobre el mar con dramatismo. El archipiélago lo compone un rosario de 2000 islas, aunque solo 7 están habitadas.
Salgo a cubierta ante la inminente llegada a Tromsø, «la ciudad más septentrional del mundo». El triángulo luminoso de la Catedral del Ártico, un templo de acero y cristal, brilla como un faro sobre la población. No es la única concesión a la modernidad: bajo las aceras hay un sistema de calefacción que evita que se hielen. En contraste, el Polarmuseet o museo polar permite hacerse una idea de la dura vida en la región, con historias como la de Wanny Woldstad, la primera mujer taxista y cazadora de las Svalbard. Dispongo de tiempo suficiente para aceptar la propuesta de los guías del Hurtigruten y experimentar qué se siente al guiar un trineo de perros. En esta localidad, ejemplares de husky participan en la Finnmarkslopet, la carrera más larga de Europa con este tipo de transporte.
De nuevo a bordo, el expreso se detiene en pueblecitos acurrucados junto a los Alpes de Lyng, enmarcados por los colores inigualables de la aurora boreal. Llegamos a Honningsvåg, desde donde se alcanza el mítico Cabo Norte por tierra atravesando reinos de cristal. Un globo terráqueo en bronce marca el lugar, pero basta alejarse unos pasos para sentir el vacío. Una sensación parecida me invade al llegar a Kirkenes, viajando ahora primero hacia al este y luego algo hacia el sur. Es la capital de la región de Barents y la puerta a Rusia. El destino final del Hurtigrutentiene un aire de provisionalidad, de poblado de pioneros. La sirena del barco anuncia su llegada y conforta a quienes habitan bajo las Luces del Norte.