Al resguardo de un fiordo y rodeada de bosques y lagos,
Bergen es la puerta de entrada a un litoral que parece haber sido forjado por gigantes, con brazos de mar que se adentran entre acantilados hasta alcanzar pueblos punteados por casas de madera. Fundada en el año 1070, en plena era vikinga, la ciudad pasó en tres siglos de ser una aldea de pescadores a controlar el comercio del bacalao en medio mundo gracias al empeño de la Liga Hanseática. Esta evolución está magníficamente documentada en el
Hanseatic Museum, un edificio de 1704 situado en el barrio portuario de Bryggen, núcleo de la actividad mercantil entre el siglo XIV y el XVI. En la actualidad los antiguos almacenes de madera pintados de colores acogen restaurantes y bares que, en verano, son ideales para tomar una cerveza Hansa, la marca local, mientras se contempla el sol sumergiéndose en el mar.Saborear Bergen a fondo requiere tiempo. Si se madruga es posible perderse por el bullicioso mercado del pescado y, así, disponer del resto del día para visitar el
salón medieval de Haakon, de 1261 e integrado en el Museo de la Ciudad, y acercarse a la iglesia de Santa María (siglo XII) para oír tocar su órgano barroco. Por último conviene subir al
Floibanen, el funicular que asciende al monte Floyen(320 m), para apreciar el marco natural que envuelve
Bergen, un buen anticipo del paisaje que vamos a hallar a lo largo del viaje.
La siguiente etapa es Myrdal, una localidad de montaña ubicada 183 kilómetros al norte de Bergen, en el sector de los Fiordos del Noroeste. Aquí empieza el recorrido del tren de Flåm, uno de los trayectos en ferrocarril más hermosos de Europa. La metamorfosis en el paisaje es espectacular: tundra, montañas y cascadas para finalmente casi tocar las aguas del fiordo de Aurland. El hotel Fretheim de Flåm, de 1870, es una buena opción para degustar la cocina de los fiordos: pescado salado y ahumado de manera tradicional –truchas, principalmente–, y carne de venado y de reno, todo con compota de frutos silvestres y patatas hervidas.
En el muelle espera el transbordador que navega por el fiordo de Aurland con destino a Leikanger, un encantador pueblo a orillas de otro enclave mítico, el Songefjord. Sus aguas azul intenso fluyen encajadas entre acantilados por los que saltan cascadas como la de Vettisfossen, de 275 metros de caída. Leikanger es un agradable pueblo, ideal para pasar una noche y explorar el entorno rural. Estamos en el corazón de una importante región frutícola y eso se nota en el paisaje y en la mesa, con manzanas, peras y ciruelas de excelente calidad.
arque Nacional de Jostedalbreen
La próxima parada es otra localidad encantadora: Loen, a los pies del fiordo Geiranger. Fue uno de los pueblos que primero se volcaron en el turismo gracias a su emplazamiento junto al Parque Nacional de Jostedalbreen, una extensa región de campos de hielo y glaciares que nutren estos espectaculares fiordos. El glaciar más accesible es el de Briksdal, una larga lengua de hielo que se alcanza cómodamente en unos vehículos descubiertos llamados trollcars.
El fiordo de Geiranger, junto con el de Sogne y el Hardanger, más al sur, forma parte del catálogo de espacios naturales escandinavos declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. La mejor y más vertiginosa panorámica se consigue, sin duda, desde de la Ruta de los Trolls o de Trollstigen, una carretera de 1936 que alcanza cotas cercanas a los 2.000 metros con pendientes de hasta el nueve por ciento. Hay varios miradores que invitan a bajar del coche, llenar los pulmones de aire puro y dedicarse un rato a fotografiar el paisaje.
La isla de Godoy con su pintoresco faro de 1876 ofrece inmejorables vistas del entorno de montañas
El tramo de navegación más lleno de contrastes paisajísticos es el que va hasta Hellesylt. Estos 17 kilómetros de travesía ofrecen un espectáculo inolvidable, con el agua del deshielo precipitándose en forma saltos de agua como la famosa cascada de las Siete Hermanas y el Pretendiente, con 200 o más metros de altura. En lo más alto de los acantilados asoman sencillas granjas que descansan sobre modestas parcelas. Son vestigios de un pasado rural no muy lejano, en el que las comunicaciones requerían largas travesías por caminos escarpados o en barco. Algo de aquel espíritu pervive en la cocina de la región, en el gudbrandsdalsost, un queso color marrón que se elabora con leche de cabra y caramelo.