Una expedición a Fordlândia, la tierra de fantasía de Ford en la Amazonía
FORDLÂNDIA, Brasil — La selva de la Amazonía ya engulló el campo de golf Winding Brook Golf Course. Las inundaciones hicieron estragos en el cementerio y dejaron un rastro de cruces de concreto. ¿Y el hospital de cien camas que diseñó el aclamado arquitecto de Detroit Albert Kahn? Lo destruyeron los saqueadores.
Dado el nivel de deterioro y decrepitud que hay en este pueblo, fundado en 1928 por el empresario industrial Henry Ford en lo más profundo de la cuenca del río Amazonas, uno no esperaría toparse con las casas imponentes y bien preservadas en Palm Avenue. Sin embargo, ahí estaban, gracias a los ocupantes ilegales.
“Esta calle fue el paraíso de los saqueadores: los ladrones se llevaron los muebles, las perillas de las puertas, cualquier cosa que dejaran los estadounidenses”, señaló Expedito Duarte de Brito, un lechero jubilado de 71 años que vive en una de las casas construidas para los directivos de Ford, las cuales se ubican en lo que se planeó como un pueblo utópico rodeado de plantaciones. “Pensé: ‘Si yo no habito este pedazo de historia, será una ruina más de Fordlândia’”.
En más de una década como reportero en América Latina, he realizado una gran cantidad de viajes al Amazonas: me atraían una y otra vez sus ríos vastos, los cielos gloriosos, las ciudades prósperas, las civilizaciones perdidas y las historias de arrogancia que consumió la naturaleza. Sin embargo, por algún motivo nunca había llegado a Fordlândia.
Resolví esa situación este año cuando abordé una barcaza en Santarém, un puesto de avanzada ubicado en la confluencia de los ríos Amazonas y Tapajós, y realicé el viaje de seis horas al lugar en el que Ford, uno de los hombres más ricos del mundo, intentó convertir una huella colosal de selva brasileña en una tierra de la fantasía del Medio Oeste estadounidense.
Exploré el lugar a pie. Me paseé por las ruinas y hablé con los buscadores de oro, los agricultores y los descendientes de los trabajadores de la plantación que viven aquí. Lejos de ser una ciudad perdida, Fordlândia es el hogar de cerca de 2000 personas, algunas de las cuales viven en estructuras derruidas que se construyeron hace casi un siglo.
Ford, el fabricante de automóviles considerado uno de los fundadores de los métodos de producción industrial de Estados Unidos, trazó su plan para Fordlândia con el fin de tener su propia producción de caucho, el cual se utilizaba en la fabricación de neumáticos y partes de autos como válvulas, mangueras y tapones.
Al hacerlo, se introdujo en una industria que fue moldeada por el imperialismo y supuestos pretextos botánicos. Brasil era el hogar del Hevea brasiliensis, el codiciado árbol del caucho, y la cuenca del Amazonas había estado en auge de 1879 a 1912 cuando las industrias de Estados Unidos y Europa coparon la demanda por ese producto.
No obstante, para desgracia de los líderes brasileños, Henry Wickham, un botánico y explorador británico, extrajo en secreto semillas de Hevea brasiliensis de Santarém, con lo cual proporcionó el suministro genético para plantaciones de caucho en las colonias británicas, holandesas y francesas que estaban en Asia.
Estas labores al otro lado del mundo devastaron la economía brasileña del caucho. Sin embargo, Ford detestaba depender de los europeos, porque temía que hubiera una propuesta de Winston Churchill de crear un cartel del caucho. Por lo tanto, en un movimiento que satisfizo a los funcionarios brasileños, adquirió una gran extensión de terreno en el Amazonas.
Desde un inicio, la ineptitud y la tragedia plagaron la empresa, y el historiador Greg Grandin las documentó meticulosamente en un libro que leí mientras el bote llegaba a Tapajós. Los hombres de Ford hicieron caso omiso a los expertos que pudieron aconsejarles sobre agricultura tropical y plantaron semillas de valor dudoso, lo cual provocó que las plagas destruyeran la plantación.
A pesar de sufrir este tipo de reveses, Ford construyó un pueblo al estilo de Estados Unidos, para que lo habitaran brasileños que quisieran moldearse a lo que Ford consideraba valores estadounidenses.
Los empleados se instalaron en búngalos hechos de tabla de chilla —diseñados en Michigan, por supuesto—, algunos de los cuales siguen en pie. Los faroles iluminaban las aceras de concreto. Porciones de estas veredas aún se encuentran en el pueblo, cerca de tomas de agua de color rojo, bajo la sombra de salones de baile deteriorados y almacenes derruidos.
“Resulta que Detroit no es el único lugar en el que Ford produjo ruinas”, dijo Guilherme Lisboa, de 67 años, el dueño de un pequeño hostal llamado “Pousada Americana”.
Además de producir caucho, era evidente que Ford, abstemio declarado, antisemita y escéptico de la era del jazz, quería que la vida en la selva fuera más transformadora. Sus gerentes estadounidenses prohibieron el consumo de alcohol mientras promovían la jardinería, bailar la cuadrilla y leer la poesía de Emerson y de Longfellow.
La búsqueda de la utopía de Ford iba aún más allá: los llamados “escuadrones sanitarios” que operaban por todo el lugar mataban perros callejeros, desaguaban charcos en los que se podían multiplicar los mosquitos que transmitían la malaria y revisaban si los empleados tenían enfermedades venéreas.
“Con la certeza de un propósito y de una falta de curiosidad acerca del mundo que parece demasiado familiar, Ford rechazó deliberadamente los consejos de los expertos y se dispuso a convertir al Amazonas en el Medio Oeste de su imaginación”, escribió el historiador Grandin en su narración sobre el pueblo.
Estos días, las ruinas de Fordlândia son el testimonio de la locura que implica intentar que la selva se someta a la voluntad del hombre.
En la búsqueda para promover el automóvil como una forma de recreación, junto con el campo de golf, las canchas de tenis, el cine y las piscinas, los gerentes diseñaron cerca de 50 kilómetros de caminos alrededor de Fordlândia. Sin embargo, prácticamente no hay autos en los caminos fangosos del pueblo, ya que los eclipsaron las motocicletas que se encuentran en los pueblos que se ubican a lo largo del Amazonas.
Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, era evidente que cultivar árboles de caucho en Fordlândia no sería rentable debido a las plagas, la competencia del caucho sintético y las plantaciones asiáticas recién liberadas de la dominación japonesa.
Después de que Ford devolviera el pueblo al gobierno de Brasil en 1945, los funcionarios transfirieron Fordlândia de una agencia pública a otra, en gran parte para que se realizaran experimentos infructuosos de agricultura tropical. El pueblo entró en un aparente estado de deterioro perpetuo.
“No pasa nada aquí, y así me gusta”, señaló Joaquim Pereira da Silva, un agricultor de 73 años originario del estado de Minas Gerais, quien llegó a Fordlândia en 1997 siguiendo sus sueños. Ahora vive en Palm Avenue en una antigua casa estadounidense que le compró por 20.000 reales (casi 6670 dólares) a un ocupante ilegal que la arregló.
“Los estadounidenses no sabían nada sobre el caucho, pero sabían construir cosas que perduran”, agregó.
Hay algo en esta utopía fallida que toca las fibras sensibles de académicos y artistas en otras partes del mundo. Fordlândia inspiró el álbum de 2008 del compositor islandés Johann Johannson y una novela de 1997 de Eduardo Sguiglia sobre un aventurero argentino que viaja aquí para reclutar trabajadores de la plantación.
Algunos descendientes de los trabajadores que se establecieron en Fordlândia, junto con migrantes nuevos de otras partes de Brasil, tienen terrenos pequeños donde pasta el ganado de cebú. Hay otras personas que plantan yucas en zonas en las que hace décadas se cortaron árboles de caucho. Muchos otros sobreviven gracias a pequeños pagos o pensiones de seguridad social.
También hay residentes como Eduardo Silva dos Santos, quien nació hace 66 años en el hospital que concibió Kahn, el arquitecto que diseñó gran parte del Detroit del siglo XX. Dos Santos ahora vive en una casa pequeña cerca de las ruinas del hospital.
A partir de los materiales que obtuvo hurgando entre las cosas que dejaron los estadounidenses, hizo una linterna para pescar con partes de autos viejos y un molinillo de especias con maquinaria que había sido desechada. Dos Santos ofrece opiniones diversas sobre Fordlândia bajo la administración estadounidense, y qué fue para él crecer en los años posteriores a que Ford vaciara el pueblo.
“En la época de Ford este lugar estaba limpio; en el pueblo no había insectos ni animales ni selva”, dijo dos Santos, uno de los once niños que nacieron en una de las familias que dependían de la plantación de caucho.
“Mi padre trabajó para ellos, y hacía lo que le ordenaban. Los trabajadores eran como perros: obedecían”, indicó. No obstante, para desagrado de Ford, no obedecían siempre.
Los gerentes intentaron imponer la prohibición de alcohol, pero los trabajadores simplemente se subían a los botes y se iban a la llamada “isla de la inocencia”, la cual estaba cerca del pueblo y contaba con bares y prostíbulos. Y en 1930, los trabajadores se hartaron de ir al comedor a seguir la dieta de avena, duraznos enlatados y arroz integral que dispuso Ford, y desataron un disturbio a gran escala.
Destruyeron los relojes para fichar, cortaron la electricidad de la plantación y cantaron “Brasil para los brasileños; matemos a todos los estadounidenses”, con lo cual lograron que algunos de los gerentes huyeran hacia la selva.
El Amazonas mostró sus propios retos a los estadounidenses. Algunos no pudieron adaptarse a las condiciones y sufrieron colapsos nerviosos. Uno se ahogó cuando lo agarró una tormenta mientras viajaba en el río Tapajós. Otro gerente se fue después de que murieran tres de sus hijos a causa de las fiebres tropicales.
Ford podría haber evitado estas tragedias y la terrible gestión de la plantación si hubiera buscado consejo de los especialistas o de académicos para cuidar los árboles de caucho, o sobre la capacidad del Amazonas para frustrar empresas ostentosas.
Sin embargo, parecía que Ford tenía una aversión a aprender del pasado.
“La historia es un disparate”, comentó a The New York Times en 1921. “¿De qué sirve saber cuántas cometas volaron los griegos antiguos?”.