Cuna de la civilización tartésica, puerto preferido de los
fenicios, centro de la Bética romana, refugio visigodo, paraíso andalusí, puerto y puerta de las Indias,
Babilonia barroca y así hasta convertirse en pintoresca postal romántica. Como decía Julián Marías,
aquí «los siglos se nos escapan con no sé qué huidiza elegancia». Intentemos atrapar el alma de esta ciudad hermosamente esquiva en un paseo de tres días. Y después quizá nos quedemos a vivir para siempre.
Podríamos comenzar a degustar ese hojaldre histórico visitando
los Reales Alcázares, máquina del tiempo en la que es posible asomarse a Isbilia, laSevilla andalusí, admirando los jardines poetizados por el rey Almutamid. Hay que dejarse llevar por ese mundo perdido pero que aquí parece conservado en ámbar, inalterado por el tiempo. Se oye el sonido de las fuentes, fascina la cúpula dorada en el Salón de Embajadores e hipnotizan los arcos polilobulados que se multiplican por salas y pasajes. En el Alcázar cada siglo esconde alguna sorpresa.
Están el Patio de las Doncellas, el Cenador de la Alcoba o los Baños de María de Padilla. Aquí, Pedro El Cruel instaló su corte y
Carlos V se casó con Isabel de Portugal. Navaggero, embajador de
Venecia que acudió al enlace, dejó escrito que el patio de naranjos de estos jardines «es el sitio más apacible del mundo».Al salir del Alcázar
se admira la altura fabulosa de la Giralda, campanario de la Catedral que fue el alminar de la mezquita. En el siglo XVI se le añadió el campanario cristiano y también el Giraldillo, la veleta de bronce que Cervantes citaría en
El Quijote como la famosa giganta de Sevilla, que «sin mudarse de un lugar, es la más movible y voltaria mujer del mundo». Desde esta altura
la sombra de la torre se desmaya sobre el caserío blanco y la gran montaña hueca de la Catedral, como la definió el escritor francés Théophile Gautier en el siglo XIX.
Al lado se encuentra el Archivo de Indias. De estilo herreriano, se construyó para acoger a los mercaderes que se agolpaban en las gradas que rodean la Catedral y que pedían un lugar más adecuado para sus intercambios comerciales. Cuando Sevilla entra en decadencia y pierde el monopolio con América, la Casa Lonja de Mercaderes pasa a acoger el archivo de los papeles de ultramar. Merece la pena visitar este lugar que huele a caobas y a legajos donde se guardan las crónicas de Colón, Magallanes, Hernán Cortés o Pizarro.
El Archivo de Indias se construyó para acoger a los mercaderes que se agolpaban en las gradas que rodean la Catedral y luego se convirtió en el archivo de los papeles de ultramar
En el hojaldre sevillano la capa dedicada al barroco se mantiene intacta en la Iglesia de la Caridad. Allí cuelgan los cuadros de Murillo y los Jeroglíficos de las Postrimerías pintados por Valdés Leal, con sus macabras figuras que advierten sobre la fugacidad de la vida. Este templo fue fundado por el caballero Miguel Mañara quien, tras haber llevado una vida disoluta y libertina, se convirtió en un hombre venerable. La leyenda dice que cambió de vida después de contemplar su propio entierro. Por eso muchos confundieron a este personaje con el mito de don Juan.
La cercana plaza de toros alberga un pequeño museo que rescata el recuerdo de trajes de luces de tardes históricas, cabezas de morlacos míticos y entierros de diestros de la ciudad como el Espartero, Joselito el Gallo o Sánchez Mejías.
Un semicírculo con dos torres en los extremos y un canal enmarcan los edificios construidos para la Exposición Iberoamericana de 1929.
Un estanque con una figura de Mercurio y el muro decorado con la Galería de los Grutescos conforman este bonito jardín dentro de los Alcázares.
Una cúpula decorada con mocárabes cubre el bello Salón de los Embajadores, dentro del Palacio Mudéjar.
El Patio de las Doncellas de los Reales Alcázares, está rodeado por arcos lobulados sobre dobles columnas de mármol.
Las Setas, del berlinés Jürgen Mayer, es una colosal estructura de madera con cinco niveles. En el superior, a 28,5 metros, alberga un mirador.
Un entramado laberíntico de calles desordenadas y deliciosos rincones (como el de la imagen) conforman uno de los barrios más conocidos de la ciudad, el barrio de Santa Cruz.
De 1190, formaba parte de la muralla sarracena y servía para controlar el tráfico de barcos por el Guadalquivir. Hoy es la sede del Museo Naval.