Las locomotoras que un día trabajaron a destajo transportando los preciados minerales de Uyuni, hoy no son más que un amasijo de hierro en mitad del desierto.
Las ruedas de metal ya no recorrerán ni un metro más, el óxido y una capa de arena desértica lo impiden. Sobre ellas descansan los esqueletos de vagones y locomotoras, carcomidas por el tiempo y sujetas al deterioro causado por el sol del desierto de Uyuni, en Bolivia. El viento se cuela entre las muchas rendijas de este amasijo de chatarra, emitiendo un silbido tétrico por la que fue en su momento, la primera vía de ferrocarril del país. Carros de oro, plata y estaño se cargaban cada día en estos cajones que los llevaban desde las minas de Uyuni hasta la ciudad de Antofagasta.