Para reforzar el recuerdo de épocas prehistóricas, además de con cráteres, el suelo de las regiones IX y X de este país se cubre de bosques frondosos de araucarias, verdaderos fósiles vivientes que al crecer despliegan sus copas como paraguas. Y, en el bosque, todavía habitan los mapuches, pueblo amerindio con un fuerte apego a su cultura y tradiciones.
Pocos lugares del mundo reúnen tantas imágenes que inciten al viaje, de manera que tomé un autobús en la atareada estación central de Alameda, en Santiago de Chile, con rumbo a Temuco, la ciudad natal del poeta Pablo Neruda. El plano de Temuco sigue una cuadrícula perfecta, como corresponde a una ciudad delineada por un alemán. Sus calles no sorprenden a los ojos europeos, que encontrarán más interesante la zona del Cerro Ñielol, un monumento natural en el que se ubica La Patagua del Armisticio, el lugar donde en 1881 se acordó la paz entre colonos y mapuches para que estos cedieran los terrenos donde se fundaría la ciudad. El punto exacto lo señala un chemamull, un tótem sagrado. Lo rodea una muestra de vegetación valdiviana, incluida el copihue, la flor nacional.